la plazoleta

No recuerdo la edad, pero desde muy pequeña bajaba a jugar a la plazoleta. Bajaba sola y no recuerdo que mi madre sintiera ningún miedo ni nada. También es cierto que no tenía que cruzar ninguna carretera y que todos los vecinos y en todas la tiendas cercanas me conocían.
No se en qué momento o porqué se dejó esta sana costumbre, pero cuando yo fui madre ya nadie dejaba bajar a los niños solos a la calle o al parque, aún viviendo en una ciudad tranquila y sin peligros. Es una pena.

La sensación de libertad e independencia era genial y curiosamente ese era el nombre de la plazuela: plaza de la libertad. Esto lo averigüé muchos años después, porque para mí era: la plazoleta.
Ahora esta muy bonita, con jardines y flores. Pero cuando yo era pequeña donde ahora están los jardines, había árboles y mucha tierra blanda y se podía jugar.

Había un banco de piedra muy grande, territorio prohibido, pertenecía a los ‘mayores’, entre ellos mi hermano. Solo podíamos utilizarlo cuando ellos no estaban, y si llegaban, había una norma no escrita de abandonarlo inmediatamente.

Siempre había niñas y niños para jugar, a la comba, la goma, el clavo, al potro… Yo bajaba mucho con mis patines, que no entiendo cómo podía porque ¡el suelo era de adoquines y tierra!
Había varios quioscos; uno de ellos lo llevaba una mujer mayor, no sabría decir la edad, puede que 50, puede que 70… yo era una niña, para mi era ‘mayor’. Tenía un puesto con forma de locomotora, siempre vestía de negro, tenía una vieja estufa y además de vender alguna chuche, asaba castañas y patatas. Siempre tenía las manos negras y olía a lumbre, nos daba un poco de miedo.
Recuerdo ir a comprar chicles, regalices, gominolas… y ¡cromos! qué maravilla era hacer colecciones, cambiar los repetidos, preparar las listas, pegar en los albumes (con pegamento superglu, que olía a gloria bendita).

En la plazoleta cada día era una aventura, cada juego, cada acontecimiento. Allí conocí al primer chico que me ‘gustó’, me pelé las rodillas montones de veces, siempre había planes.
Casi nadie llevaba reloj y nunca quedábamos, pero nuestro reloj interno nos juntaba y nos devolvía a casa a la hora perfecta.

Tengo malísima memoria y apenas recuerdo un puñado de nombres y un par de amigas de aquellos años que aún conservo. Pero en general no se qué sería de ellas y ellos… a la mayoría no volví a verlos o quizá no los reconocí.
Pero estoy inmensamente agradecida de haber compartido ese espacio, ese tiempo, es un auténtico tesoro haber podido vivir esa independencia y libertad. Probablemente fuimos de las últimas generaciones que bajábamos a la calle solos con 7, 8 ó 9 años, ojalá algún día volvamos a tejer esa red y ganemos esa confianza para dejar a nuestros hijos descubrir, caerse, reir, correr… sin sentir nuestro aliento sobre la nuca.

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