primeros recuerdos
Mi padre era un señor serio, trabajaba en un banco, madrugaba mucho.
Yo comía primero con mi hermano en la cocina, luego llegaba él y comían los mayores, en la mesa grande del salón. A mi eso no me importaba, porque tenía mucha hambre, además si comía con ellos no me daba tiempo a ir al cole por la tarde.
Mi padre hablaba poco por la boca, pero decía mucho con la mirada. Nunca me tenía que regañar, pero una mirada suya era mucho más efectiva y dolorosa que media hora de gritos de mi madre.
Mi madre no trabajaba, bueno, no trabajaba fuera de casa, porque en realidad no paraba en todo el día; era cocinera, costurera, limpiadora, enfermera, cuentacuentos… como casi todas las madres, supongo. Tenía estudios, pero a mi padre no le parecía bien que tuviera un trabajo, que ‘¡ya tiene bastante con cuidarnos a todos!’ y en eso tenía razón, pero nunca le preguntaron a ella qué le parecía.
Yo era la pequeña de seis hermanos, con la mayor me llevo 18 años, con el quinto seis, vamos bastante descolgada. Además mis padres eran mayores, el salto generacional era abrumador. Ahora es diferente, crecemos de otra manera, o eso quiero creer yo que tengo la edad de mi madre cuando me tuvo. Tampoco me veo ahora con un bebé.
Mi infancia en ese sentido fue un poco difícil.
Mis hermanos eran mayores, solo Carlos jugaba algo conmigo… mis hermanas eran como mamás, me sacaban de paseo y me cuidaban, menos la más joven, entonces adolescente, no me quería cerca, la molestaba.
Mis padres tampoco tenían paciencia. Con mi padre tenía muy poca relación y mi madre siempre, siempre estaba muy ocupada, me sentía que molestaba todo el tiempo. Que no encajaba.
Creo que por ese motivo, muchas veces pensaba por qué estaba ahí y lo bien que nos iría a todos si yo no estuviera. Y lo pensaba de verdad, sin drama, sin miedo, creía que lo mejor sería volver a la esencia. Recuerdo pocas cosas de mi infancia, pero esa sensación la recuerdo con claridad.
También tengo recuerdos muy bonitos; como cuando mi padre llegaba a casa y yo me escondía, él me silbaba y yo imitaba su silbido con un ‘fiu, fiu’ porque no sabía. O cuando me metía con él en la cama y me contaba historias de Don Floripondio, un hombre muy pequeño y muy feo que vivía en su escritorio y siempre le liaba alguna en el cajón.
De mi madre recuerdo los cuidados, las cosquillitas en la espalda y su manera de agarrarme de la mano, con el dedo meñique por encima, como abrazando mi mano, como con protección extra.
Me gustaban especialmente los fines de semana, cuando íbamos a ‘la finca’. Una casita en el campo, herencia de mi abuelo, con un enorme jardín y muchos escondites.
Era una casa de piedra y madera, con un enorme salón con alcobas. Todos los dormitorios tenían una pequeña chimenea, pero la del salón era enorme y preciosa. Yo podía pasarme las horas mirando el fuego, en mi mundo, probablemente esas fueron mis primeras experiencias con la meditación.
La cocina también era grande, con una despensa heladora y una mesa de madera donde disfrutábamos de los desayunos y almuerzos.
Los viernes mi madre se encerraba en la cocina, con la copla a todo volumen, a preparar tortillas, filetes empanados, empanadillas y algún bizcocho. Comíamos y , después de que mi padre se echara su siesta que era sagrada, nos subíamos todos en el 124, atrás mis cinco hermanos (culo dentro, culo fuera) y yo delante con mi madre. La ventanilla bajada y mi padre fumando su ducados.
Allí, en la finca, cada uno teníamos nuestro espacio, solo interactuábamos en los desayunos (al menos yo), comidas y cenas. El resto del tiempo era tiempo libre, sin duda mi tiempo favorito.
Buscaba seres fantásticos como hadas, gnomos, duendes… Hablaba con ellos y me sumergía en aventuras en otra dimensión. La sensación de libertad era total y tan agradable que cuando alguien venía a buscarme para comer, o cenar, o lo que fuera iba llorando. Y esas eran mis etiquetas: llorona, niña rara y caprichosa, también la fantástica y la niña de mamá.